Este Mes de la Mujer quiero hablar de Mónica Lewinsky. No porque su historia sea nueva ni porque ella lo necesite, sino porque nosotros sí. Porque durante más de dos décadas hemos repetido la misma narrativa simplificada de su historia sin cuestionarnos lo suficiente. Porque hemos permitido que su nombre sea sinónimo de escándalo y de chiste, en lugar de reconocerla como lo que realmente fue: una joven de 22 años atrapada en el centro de una relación de poder desigual, convertida en la villana de una historia que no escribió sola, y castigada de manera desproporcionada mientras el otro protagonista de la historia —un hombre en una posición infinitamente superior— siguió adelante con su vida, su carrera y su legado prácticamente intactos.
Cuando un nombre deja de ser una persona
Mónica Lewinsky tenía 22 años en 1995 cuando comenzó una relación con el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Era joven, inexperta y estaba viviendo la oportunidad de su vida como pasante en la Casa Blanca. Lo que pasó después es historia: el romance fue descubierto, se convirtió en un escándalo político y mediático, y Lewinsky pasó de ser una persona a convertirse en un símbolo de la infamia.
Pero desde el principio, la forma en que se contó su historia fue radicalmente injusta. Su nombre se convirtió en el título del escándalo, mientras que Clinton, el hombre con el mayor poder en la ecuación, logró reducir su papel a un “error” del que podía recuperarse con una disculpa y una estrategia de relaciones públicas. La manera en que la sociedad trató a ambos fue una demostración de los dobles estándares de género en su máxima expresión.
Mientras Clinton continuó su carrera como un respetado expresidente, dando conferencias y publicando libros, Lewinsky fue arrastrada a una humillación pública que no tuvo comparación. Perdió su privacidad, su reputación y, durante muchos años, la posibilidad de definir su propia identidad fuera de la sombra de ese escándalo. Se convirtió en el epítome de la vergüenza pública en una época donde internet y las redes sociales aún no habían alcanzado la magnitud que tienen hoy, pero donde la cultura de la humillación ya operaba con toda su fuerza.
El abuso de poder que no supimos ver
Durante años, la historia de Lewinsky fue contada como una historia de infidelidad (que lo fue) pero también era: una historia de poder. Nos tomó décadas y el surgimiento de movimientos como #MeToo para empezar a analizar el caso con otra óptica.
Hoy entendemos con más claridad algo fundamental: la relación entre un presidente de los Estados Unidos y una pasante de 22 años no es, ni puede ser, una relación entre iguales. El poder que tenía Clinton sobre ella era inmenso, no solo por la jerarquía laboral, sino por el peso de su investidura. Cuando el escándalo estalló, el aparato político, mediático y legal del país se movilizó para protegerlo a él y condenarla a ella.
Lewinsky fue ridiculizada en televisión, en periódicos, en monólogos de comediantes, en chistes de pasillo. Su nombre se convirtió en un insulto. Nadie la defendió, ni siquiera el feminismo de la época, que aún estaba atrapado en una visión limitada de lo que significaba el consentimiento y el abuso de poder.
¿Cómo se repara un daño así?
El mundo le debe una disculpa a Mónica Lewinsky. Pero no solo como un acto de justicia personal hacia ella, sino como un reconocimiento del error colectivo que cometimos. Porque su historia no es solo suya: es un reflejo de cómo tratamos a las mujeres cuando incomodan, cuando desafían narrativas, cuando es más fácil convertirlas en villanas que enfrentarnos a la verdad incómoda del abuso de poder.
Pero hay algo que Lewinsky hizo que merece ser reconocido. En lugar de desaparecer, de esconderse en la vergüenza que le impusieron, decidió recuperar su voz. Se convirtió en una activista contra el ciberacoso y la cultura de la humillación pública, hablando con inteligencia y con una claridad impresionante sobre la violencia que sufrió.
A diferencia de muchos de los poderosos que la utilizaron como un chivo expiatorio, Lewinsky ha demostrado una evolución notable. Hoy es una mujer que toma su propia narrativa y la usa para educar y advertir sobre los peligros de la era digital. Su historia es una lección de resiliencia, pero también un recordatorio de que el mundo debe hacer las paces con su pasado.
Este Mes de la Mujer es un buen momento para preguntarnos: ¿qué otras historias hemos contado mal? ¿Cuántas mujeres hemos reducido a una caricatura sin intentar comprender su realidad? ¿Cuántas veces hemos permitido que el poder siga protegiéndose a sí mismo mientras las mujeres pagan el precio más alto?
Mónica Lewinsky no necesita nuestra disculpa para seguir adelante. Pero nosotros, como sociedad, sí la necesitamos para demostrar que realmente hemos aprendido algo.