Ya terminó el funeral del Papa Francisco. Un líder espiritual que marcó época, que buscó una Iglesia más cercana a los más vulnerables, y que para muchos dejó un legado de apertura y reconciliación.
Sin embargo, más allá del peso histórico y emocional del momento, lo que terminó captando la atención mundial no fue solo el adiós solemne en la Basílica de San Pedro. Fueron las imágenes que rápidamente se viralizaron en redes sociales: decenas de personas levantando sus teléfonos móviles para tomarse selfies junto al cuerpo del Papa.
No fotos discretas para recordar el evento. No retratos serios del acontecimiento histórico. Selfies. Sonrisas. Posturas cuidadosamente calculadas para ser subidas a Instagram, TikTok o Facebook.
La escena —que desató críticas y comentarios de indignación a nivel global— no es simplemente un episodio aislado o una anécdota incómoda. Es el reflejo de algo mucho más profundo: de cómo, en la sociedad actual, incluso el momento más solemne puede ser visto como una oportunidad de validación social.
Desde hace tiempo venimos acostumbrándonos a que cada experiencia, por íntima o trascendental que sea, deba ser registrada y compartida. El nacimiento de un hijo, una tragedia, una protesta, una boda… y ahora también la muerte de un Papa. Todo parece caber dentro del mismo molde: capturar, publicar, esperar aprobación.
No es nuevo que los seres humanos busquen documentar los momentos importantes de la historia. La fotografía y el periodismo han cumplido siempre esa función. Pero lo que hoy estamos viendo es distinto. Ya no se trata de documentar para la memoria colectiva. Se trata de figurar. De construir una presencia digital que pruebe, ante los ojos de otros, que estuvimos ahí.
La línea que separa el respeto de la exposición se ha vuelto cada vez más difusa. Un funeral —un acto que debería invitarnos al silencio, a la reflexión y al respeto— es transformado en un fondo para alimentar perfiles sociales. No para rendir homenaje. No para recordar una vida. Sino para perpetuar una presencia en el algoritmo.
Ver a cientos de personas buscando la mejor pose frente a la muerte del Papa debería alarmarnos más de lo que lo hace. Porque habla de una crisis que no tiene que ver únicamente con la tecnología, sino con la ética, con los valores, con la forma en que entendemos la vida (y ahora también la muerte).
La tecnología no nos obliga a comportarnos así. Las redes sociales no nos exigen perder la solemnidad. Somos nosotros quienes hemos decidido que la validación digital importa más que el momento vivido.
Y si frente a la muerte de un líder espiritual como Francisco —un hombre que abogó hasta el último día por el respeto a la dignidad humana— no somos capaces de guardar los celulares, de detenernos a vivir el silencio y el recogimiento… entonces el problema no es Instagram, TikTok o cualquier otra red.
El problema somos nosotros.
La memoria verdadera no necesita una selfie.
Necesita respeto.
Y, quizás más que nunca, necesita conciencia.
Vamos en dirección opuesta a lo que el de arriba nos pidió. No me sorprendería que un día de estos viniera a reprender nos.