Francisco, el Papa que hablaba como nosotros
Desde Cuba hasta Venezuela, Francisco trató de reconciliar la fe con la política, y el legado con la reforma, en una región que lo entendía, pero no siempre lo siguió.
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa en 2013, América Latina no solo celebró una victoria simbólica: sintió, por primera vez, que el poder espiritual más alto del mundo tenía acento propio. El de Buenos Aires. El de nuestras calles, nuestras contradicciones y nuestras heridas. Fue un momento histórico, no solo porque Francisco se convirtió en el primer pontífice latinoamericano, sino porque el Vaticano se abría, en apariencia, a un continente que durante siglos había sido más misión que protagonista.
Pero América Latina no es una región que se hereda: se sobrevive. Y Francisco, aunque conocía su complejidad de primera mano, tuvo que lidiar con una verdad incómoda: hablar como nosotros no garantiza que nos escuchen. Ni desde el púlpito ni desde el poder.
Durante su pontificado de doce años, Francisco visitó diez países de la región. No es un detalle menor: fue una presencia activa, más visible que la de su antecesor Benedicto XVI, quien solo estuvo en tres. Sin embargo, nunca volvió oficialmente a Argentina. La tierra que lo vio nacer también fue la que lo vio ausentarse. ¿Prudencia? ¿Dolor político? ¿Temor a la polarización? Aún no hay respuesta clara, pero esa ausencia duele tanto como habla.
En esos años, Francisco intentó revivir el rol diplomático del Vaticano. Fue clave en el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 2014, moviendo los hilos de una negociación silenciosa pero efectiva. En Colombia, respaldó el proceso de paz con las FARC, en un gesto que selló el compromiso de la Iglesia con la reconciliación. Y en Venezuela... intentó. Pero los esfuerzos del Vaticano por mediar en la crisis terminaron en frustración. Por años se le acusó de tibieza ante las violaciones de derechos humanos. Hasta que en 2024, elevó el tono: “Las dictaduras no sirven y terminan mal”. No mencionó a Maduro. Pero todos sabían de quién hablaba.
En el plano interno, Francisco heredó una Iglesia en crisis: escándalos de abusos sexuales y una sangría de fieles que se aceleraba, especialmente en América Latina, donde el catolicismo dejó de ser dominante. Las cifras son claras: al inicio de su pontificado, dos de cada cinco católicos vivían en América Latina. Hoy, esa proporción se erosiona frente al avance evangélico y el desencanto generalizado. Francisco pidió una Iglesia “en salida”, menos dogmática y más humana. Pero incluso con un Papa de su tierra, muchos ya habían dejado de mirar al altar.
Y sin embargo, hay gestos que importan. En Bolivia, pidió perdón por los crímenes de la conquista. Años después, el Vaticano rechazó la doctrina del descubrimiento, esa narrativa colonialista que justificó siglos de violencia. Fue simbólico, sí. Pero también necesario.
Francisco no fue un Papa complaciente. Tampoco un revolucionario. Fue, más bien, un hombre que caminó el fino límite entre la reforma y la tradición. Que incomodó a conservadores con sus posturas sobre los migrantes, el medioambiente o el llamado por muchos “capitalismo salvaje”, y que decepcionó a algunos progresistas que esperaban cambios más profundos sobre el rol de las mujeres o la comunidad LGBTQ+ en la Iglesia.
Su legado en América Latina es, como la región misma, contradictorio. Fue el Papa que nos habló en nuestro idioma, que entendió nuestras luchas, pero también el que supo que ninguna reforma es fácil en tierras donde la fe se mezcla con la política, y el poder espiritual compite con el pragmatismo más crudo.
Hoy, tras su muerte, queda su huella. No solo en los viajes o en los discursos, sino en la memoria colectiva de un continente que lo sintió cercano, incluso cuando guardaba silencio. Francisco no resolvió los problemas de la Iglesia en América Latina, pero les puso rostro, palabra y peso. Y eso, en estos tiempos, ya es mucho decir.