El último que nos decía las cosas sin anestesia: adiós a Vargas Llosa
La muerte de Mario Vargas Llosa marca el fin de una era. No solo para la literatura en español, sino para una forma de mirar —con asombro, escepticismo y crudeza— a América Latina. A esa América Latina nuestra, que no necesita realismo mágico porque ya es absurda de por sí.
Vargas Llosa fue parte de mi educación sentimental, aunque él nunca lo supo. Desde los 17 hasta los 21 años, antes de que el periodismo me raptara, sus libros y los de Gabriel García Márquez y Julio Cortázar eran mi manera de entender el mundo. Sobre todo porque me tocó entender a Latinoamérica desde la distancia (y entre sus páginas). Leer a estos autores era rebelarse un poco contra todo: contra la historia oficial, contra el orden establecido, contra la idea de que las cosas eran como eran “porque siempre han sido así”.
Vargas Llosa no te acariciaba el alma. Te daba una cachetada.
No era un autor cómodo. No escribía para que lo quisieran. Escribía para incomodar, para exponer, para abrir la jaula del poder y mostrarte las plumas, la sangre y la podredumbre adentro. Desde La ciudad y los perros, que desnudó al Perú autoritario, hasta Conversación en La Catedral, donde lanzó la frase más viral de la literatura latinoamericana: “¿En qué momento se jodió el Perú?”.
(Spoiler: seguimos sin saberlo).
Pero lo fascinante es que, al leerlo, te dabas cuenta de que no solo hablaba de Perú. Hablaba de nosotros. De Venezuela, de México, de Colombia, de toda la región hecha de promesas rotas, de líderes mesiánicos, de democracias de papel. Vargas Llosa fue un explorador de nuestras cicatrices, y un traductor feroz de nuestras contradicciones.
Y con Venezuela fue directo al grano. Sin rodeos.
Desde el primer momento supo que el chavismo no era un proyecto de justicia social, sino una maquinaria para demoler la democracia desde adentro. Decía que lo de Chávez fue “el suicidio de una nación”, y que Venezuela no necesitó un golpe militar para caer en dictadura… bastó con cinco elecciones y una sexta que ya no fue libre. Vargas Llosa miró lo que estaba pasando y nos lo gritó como quien ve venir una tragedia en cámara lenta: “Los pueblos también se equivocan. Venezuela se equivocó”.
Dolía leerlo. Pero tenía razón.
A diferencia de García Márquez —el poeta del Caribe eterno—, Vargas Llosa fue más bien un cronista de las sombras. Si Gabo nos hacía flotar entre mariposas amarillas, Mario nos obligaba a aterrizar. A veces con rabia, a veces con ironía, pero siempre con un rigor que imponía respeto. Fue el más político de los novelistas y el más novelista de los políticos frustrados. Un intelectual que creía en las ideas como armas, aunque a veces disparara en direcciones que muchos no compartimos.
Y sí, hay algo que nunca cambió en él: su fe casi ingenua en la democracia liberal, en la libertad individual, en que las ideas pueden salvar al mundo. Aunque a veces pareciera que América Latina ya había decidido que prefiere el caos.
Con Venezuela fue inclemente. Llamó al chavismo una “putrefacción total”, y dijo que el socialismo del siglo XXI era tan destructivo que convertiría en escombros a cualquier país que lo abrazara. “Los comunistas no saben gobernar, pero saben conservar el poder”, escribió. Y vaya si lo sabían. Denunció cómo en Venezuela el poder se había convertido en una red de mafias, con militares enriquecidos, corrupción institucionalizada y un pueblo secuestrado por el hambre y el miedo.
Y, sin embargo, nunca perdió la esperanza. Cuando estallaron las protestas, cuando los jóvenes salieron a las calles, cuando se alzaron voces pidiendo democracia, él escribió: “Sus muertos, sus torturados y sus luchas son también nuestras”. Porque para él, la libertad no tenía pasaporte, ni frontera.
Leerlo fue también entender que Latinoamérica es tragicómica por naturaleza.
Donde otros veían tragedia, él veía estructura narrativa. Donde había clientelismo, él encontraba un diálogo. Donde había dictadura, él escribía una novela tan real que dolía más que el noticiero.
Hoy que se va, queda una sensación extraña. Como si se apagara una de las últimas voces que nos obligaban a mirar sin anestesia. A no dejarnos llevar por el folclor, sino por la reflexión.
Yo no soy la misma que lo leyó con 18 años y ganas de cambiar el mundo. Pero sigo creyendo que La guerra del fin del mundo, Pantaleón y las visitadoras, Travesuras de la niña mala o El pez en el agua no solo forman parte del canon. Forman parte de lo que somos, aunque no lo sepamos.
Se fue Vargas Llosa. Y no, no fue perfecto. Pero sí fue esencial.
Y ahora nos toca a nosotros seguir haciéndonos preguntas incómodas.