Un estadounidense es ahora Papa.
Y no cualquier estadounidense: uno nacido en Chicago, formado en Roma, y forjado en las zonas más remotas del norte del Perú. El cardenal Robert Prevost ha sido elegido como León XIV, el nuevo líder de una Iglesia que representa a 1.400 millones de católicos, pero cuya voz resuena mucho más allá de sus templos.
Que el nuevo Papa tenga pasaporte norteamericano no es solo una novedad eclesiástica. Es un reordenamiento simbólico del poder blando global. Durante décadas, en los pasillos vaticanos y en los análisis de política internacional, reinaba un consenso tácito: Estados Unidos podía financiar, opinar, incluso presionar… pero nunca debía liderar la Iglesia. El papado era terreno neutral, o al menos no alineado. Era Europa o el sur global. Nunca la superpotencia.
Y, sin embargo, aquí estamos: con un Papa de acento americano, sensibilidad latinoamericana y visión universal.
Una combinación que dice mucho del mundo que habitamos.
El Papa improbable
La elección de un Papa estadounidense parecía, hasta ahora, casi un tabú tácito dentro del Vaticano. No por falta de candidatos capaces, sino por lo que representaría simbólicamente. Estados Unidos ha sido históricamente visto como demasiado poderoso, demasiado pragmático, y demasiado inmerso en sus propias guerras culturales como para liderar espiritualmente a una Iglesia que pretende ser universal y supranacional. Desde la Guerra Fría, Roma ha sido cautelosa con los símbolos: eligió a un polaco (Juan Pablo II) para enfrentar al comunismo desde el corazón del bloque soviético, a un alemán (Benedicto XVI) como guardián de la doctrina, y a un argentino (Francisco) para devolver la atención a las periferias del sur global. En ese ajedrez cuidadosamente equilibrado, un Papa estadounidense parecía una jugada disruptiva: alguien que podría ser percibido como demasiado cercano a los intereses de Occidente, especialmente en un contexto donde la Iglesia busca mantener diálogo con China, Rusia, el mundo musulmán y América Latina. Además, la Iglesia estadounidense está profundamente dividida. Por un lado, una jerarquía conservadora, en ocasiones crítica de Francisco, y por otro, comunidades migrantes y católicos sociales que viven una fe comprometida con la justicia. Esa fractura interna hacía difícil imaginar que uno de sus obispos pudiera generar consenso global. Y sin embargo, Robert Prevost —precisamente por haber vivido fuera de ese eje, por haber servido en Perú, por haberse formado en Roma y mantener un perfil pastoral antes que ideológico— logró lo que parecía imposible: encarnar a Estados Unidos sin imponerlo. No representa al imperio, sino al misionero; no al poder, sino al servicio. Por eso fue elegido. Y por eso su elección rompe un patrón que hasta ahora parecía inquebrantable.
Como migrante latinoamericana, no puedo evitar leer en esta elección un mensaje de dignidad.
Porque este Papa no llega con el traje de conquistador, sino con el polvo del camino. Su biografía tiene algo profundamente latinoamericano: estudiar, salir, ir a servir lejos, hablar otro idioma, adaptarse. Su historia podría ser la de un misionero… o la de cualquier migrante. Y esa resonancia importa.
Los millones de desplazados, exiliados y marginados que recorren América —y el mundo— en busca de un lugar, pueden ver en este nuevo Papa un aliado. No por política, sino por experiencia. Porque él ha estado donde pocos obispos se atreven: en la frontera, en la periferia, en el margen.
Su elección del nombre también habla fuerte. “León” es un título con historia. León I frenó a Atila. León XIII escribió la Rerum Novarum que fundó la doctrina social moderna de la Iglesia. No se trata solo de coraje; se trata de visión social, de reformas pensadas, no gritadas.
Adoptar ese nombre en este momento no es casual. Sugiere que León XIV ve en su pontificado una oportunidad para renovar la Iglesia no desde el escándalo o el espectáculo, sino desde la justicia: la justicia con los pobres, los trabajadores, los migrantes, los olvidados.
¿Y América Latina?
Aunque no es latinoamericano, Prevost no llega como extranjero. Su paso por Perú, su español fluido, su comprensión de las dinámicas sociales de la región, lo convierten en una figura puente. Y eso es exactamente lo que América Latina necesita: un Papa que no solo escuche, sino que entienda.
Su elección llega en un momento en que la región enfrenta nuevos autoritarismos, desigualdades profundas y crisis ambientales que requieren liderazgo moral, no solo político. Francisco fue esa voz durante más de una década. Ahora León XIV tiene el reto de continuarla, sin copiarla.
La clave estará en si logra transformar su cercanía con América Latina en política vaticana concreta: nombramiento de obispos alineados con las realidades sociales, atención a los pueblos indígenas, defensa de la Amazonía y del migrante. Lo simbólico ya lo tiene. Ahora viene lo sustantivo.
La elección de León XIV no cambia solo al Vaticano. También mueve el tablero internacional.
En un mundo donde los liderazgos tradicionales se desgastan, donde los valores se negocian al peso de los algoritmos, la Iglesia ha optado por un líder improbable, pero necesario: un hombre con la cabeza en Roma y los pies en el Sur.
Su elección no borra las tensiones ni resuelve los desafíos. Pero abre una nueva posibilidad: la de un liderazgo moral que no se impone, sino que acompaña. Que no llega desde el poder, sino desde el servicio. Que no grita, pero resuena.
Y en estos tiempos de ruido, quizás eso es lo más revolucionario que puede hacer un Papa.