Alejandro Sanz no negó la historia. No desmintió a Ivet Playà, la joven que hoy recuerda, casi una década después, la relación que tuvo con él cuando tenía 18 años y él 49. La respuesta del artista fue elegante, medida, incluso poética:
“Guardo un recuerdo muy bonito de dos personas adultas recibiendo cariño y siendo libres.”
Y, sin embargo, esa frase que parece cerrar el caso con un moño de madurez y distancia, es precisamente lo que lo deja abierto. Porque la historia no es ilegal. En España, la edad de consentimiento sexual es 16 años. Ivet tenía 18. No hay delito. Pero tampoco hay inocencia. Al menos, no emocional.
El consentimiento legal es un umbral, no una absolución. A los 18 años una persona puede votar, trabajar, y sí, tener relaciones con quien desee. Pero la mayoría de edad no elimina las brechas de poder, ni las convierte en irrelevantes. Alejandro Sanz era —y es— una figura de fama internacional. Ivet era una fan, y si, también era probablemente una “groupie”, definición que se da en inglés para decir que una fan quiere tener “intimidad” con él. Él era un hombre de 49 años con décadas de experiencia, relaciones públicas y privadas, y una carrera que ella admiraba. Ella, una joven que recién empezaba su vida adulta. Cuando alguien en una posición de poder responde al afecto con afecto, no siempre es un acto romántico. A veces es una forma de ejercer control sin levantar la voz. No hay delito, pero sí hay una pregunta incómoda:
¿Puede haber verdadero consentimiento cuando una parte está en desventaja emocional, simbólica y estructural?
¿Qué tan libre es un “sí”?
Playà no acusa a Sanz de crimen. No hay denuncia legal. Lo que hay es una herida, una sensación de haber sido usada, manipulada emocionalmente y luego descartada.
Y lo más inquietante es que todo eso pudo haber ocurrido bajo la apariencia del amor libre. El “sí” de alguien que idolatra no siempre es un “sí” libre. A veces es un “sí” condicionado por la esperanza, por la admiración, por el miedo a decepcionar. El consentimiento puede estar presente… y aún así ser insuficiente para borrar el daño.
La declaración de Sanz no fue escandalosa, ni vulgar, ni agresiva. Fue —como muchos esperaban de él— impecable en la forma. Pero ausente en el fondo. Porque cuando una mujer joven, años después, dice que una experiencia con un hombre mucho mayor la dejó emocionalmente rota, la respuesta no puede ser simplemente: “yo la pasé bien”. El silencio no protege. La frase bonita no repara.
Este no es un juicio moral contra Alejandro Sanz. Tampoco una santificación de Ivet Playà. Es, más bien, una invitación a pensar. A pensar en cuántas veces el poder se disfraza de cariño. A pensar en qué entendemos por consentimiento real. A pensar en la responsabilidad que tienen los adultos —y más aún las figuras públicas— de no aprovecharse de la admiración que generan.
Porque, al final, la historia no se trata de lo que pasó.
Se trata de quién tenía el control de lo que pasaba.
Y esa respuesta, a diferencia del cariño, no siempre es libre.