Cien días no son suficientes para cambiar un país, pero sí bastan para dejar claras las intenciones. Y las de Donald Trump, en este segundo acto político, son tan claras como alarmantes: gobernar desde el miedo, sembrar división y convertir la narrativa del enemigo en política de Estado.
Como periodista latinoamericana y migrante venezolana, me cuesta poner en palabras lo que estos primeros cien días han significado. No por falta de hechos, porque sobran, sino porque cada uno de esos titulares, decretos y discursos tienen una carga emocional profunda para quienes, como yo, vivimos entre dos mundos: el país que dejamos atrás y el que hoy llamamos hogar.
Trump no ha vuelto para reconciliar, ha vuelto para profundizar las heridas. Y lo hace con una estrategia conocida: identificar enemigos internos, avivar tensiones raciales y culturales, y utilizar el poder del Estado como herramienta de exclusión. El nuevo objetivo: los migrantes venezolanos.
En estos tres meses, la narrativa antiinmigrante ha sido más específica, más dirigida… más personal. No somos solo “ilegales” o “carga económica”. Ahora somos “agentes del crimen organizado”, “invasores silenciosos” o “riesgos para la seguridad nacional”. Nos han etiquetado como amenaza bajo la Ley de Enemigos Extranjeros, una figura legal del siglo XVIII que Trump ha desempolvado como si estuviéramos en guerra. Y quizá lo estamos: en guerra contra la dignidad.
Ver a mi comunidad, a mi país, reducido a una caricatura en los discursos de poder duele. Porque quienes hemos salido de Venezuela lo hemos hecho buscando sobrevivir, no desestabilizar. Porque detrás de cada rostro venezolano en Estados Unidos hay una historia de esfuerzo, de trabajo honesto, de contribución. Y sin embargo, en estos cien días, hemos sido convertidos en chivos expiatorios de una estrategia electoral que no necesita hechos, solo titulares.
Pero no es solo contra Venezuela. Trump ha relanzado su cruzada contra todo lo que desafíe su idea excluyente de “América”. Ha recortado programas de diversidad, desafiado a jueces que lo contradicen, censurado libros, criminalizado protestas, y amenaza con “limpiar” las universidades que promuevan ideas contrarias. Ha convertido las instituciones democráticas en un campo de batalla ideológico. Y lo hace no solo con palabras: lo hace con poder.
Lo más peligroso de estos cien días no es lo que ha hecho, sino cómo lo ha hecho: sin grandes crisis, sin alborotos en las calles, con una normalidad calculada que anestesia. Lo anormal se está volviendo rutina. Y ahí está el verdadero riesgo.
Lo que más me preocupa, como comunicadora, es cómo se construye esta narrativa de exclusión. Cómo se repiten etiquetas hasta que se vuelven verdad. Cómo se manipula el lenguaje para que parezca que hay “ciudadanos de primera y segunda categoría”. Cómo se juega con el miedo de una parte del país para justificar la persecución de la otra.
Yo crecí en un país donde la palabra se usó como arma política. Donde se dividió a la gente en “patriotas” y “traidores”. Donde la prensa fue silenciada y la verdad, moldeada. Por eso me resulta tan inquietante ver patrones que reconozco demasiado bien repitiéndose en el país que me abrió las puertas.
A cien días de Trump, no hay lugar para la ingenuidad. Su estilo no ha cambiado: ha perfeccionado la fórmula. Y quienes creemos en una democracia plural, en una sociedad diversa, en una política que no se construye con odio, tenemos que alzar la voz.
Porque este no es solo un momento político: es un punto de quiebre moral. Y callarse también es una decisión política.
Callar te hace complice, no cuestionar una injusticia te hace validarla. Lastimosamente estamos viendo una película repetirse con otros actores. Tal vez el remake Hollywood de aquel viejo clásico populista venezolano. Populismo puro y duro.