Hoy es 25 de mayo. Hay elecciones en Venezuela. Pero nadie habla de eso. No porque no se vote, sino porque ya no importa.
El país va a las urnas con una certeza difícil de digerir: el resultado ya no se decide en los centros de votación, sino en los pasillos de una embajada, en la fuga de cinco asilados, o en la celda donde hoy está encerrado Juan Pablo Guanipa. Cuando la democracia se convierte en espectáculo, lo verdaderamente político ocurre en otra parte. Y esta vez ocurrió con dos actos que lo cambiaron todo: Uno fue silencioso y brillante: la Operación Guacamaya, la misión secreta que logró lo imposible: liberar a cinco opositores cercados por el régimen durante más de un año en la embajada argentina en Caracas. El otro fue brutal y torpe: la detención de Juan Pablo Guanipa, uno de los últimos rostros visibles de la disidencia interna, apresado a oscuras como se castiga a los que todavía se atreven a hablar. Ambos gestos, cada uno en su tono, desnudaron la fragilidad del poder en Venezuela. Y le quitaron todo sentido a las elecciones que hoy intenta imponer ese mismo poder. Lo primero que hay que entender es que el gobierno de Maduro construye autoridad no solo desde el control, sino desde la ilusión de que todo está bajo control. Que nada ni nadie se mueve sin permiso. Por eso la fuga de cinco opositores desde el corazón de su capital, rodeados de drones, francotiradores y vigilancia 24/7, fue mucho más que una operación diplomática. Fue una herida simbólica, un golpe directo a ese mito de invulnerabilidad. Durante 412 días, estos cinco dirigentes vivieron atrapados entre la protección internacional y el hostigamiento del Estado. Se les quitó la luz, el agua, los derechos. Pero nunca se les quitó el foco: eran el trofeo que el régimen no podía mostrar ni soltar. Hasta que lo perdieron.
Llamaron al rescate “Operación Guacamaya”, no por romanticismo, sino porque esas aves —que sobrevuelan Caracas libres y coloridas— eran lo único que podía salir y entrar a esa embajada sin ser interrogado. Hoy, esas guacamayas vuelan con más fuerza. Y el régimen, aunque no lo diga, no se ha recuperado del susto. Cuando un poder autoritario es burlado, no reacciona con inteligencia. Reacciona con rabia. La madrugada del 23 de mayo apenas días después de la fuga llegó el golpe seco del chavismo: la captura de Juan Pablo Guanipa, dirigente opositor, figura clave de Primero Justicia y aliado de María Corina Machado. Estaba escondido desde hacía meses, como tantos otros que sobrevivieron al fraude del 28 de julio de 2024. Guanipa sabía que lo buscaban. Y aun así decidió quedarse. No para convertirse en mártir, sino para seguir recordando lo obvio: que en Venezuela la mayoría votó por un cambio, pero el régimen no aceptó perder. Lo sacaron esposado, con chaleco antibalas, lo llamaron terrorista. El libreto es viejo. Lo nuevo es que ya nadie lo compra.
Ni siquiera Maduro parece creer en la narrativa que repite: esa que acusa de conspiradores a los mismos que ganaron con votos. Porque si tuviera tanta certeza de su victoria, no necesitaría arrestar a los que disienten días antes de la elección.
Venezuela vota hoy con más miedo que esperanza. Con más ausencias que filas. Con más presos políticos que candidatos reales. Y eso es lo que importa. Porque las elecciones han dejado de ser el acto central de la política venezolana.
El verdadero pulso del país se mide en los gestos que rompen la narrativa:
— En cinco opositores que escapan del encierro con ayuda de diplomáticos y aliados.
— En un video pregrabado de Juan Pablo Guanipa que aparece minutos después de su captura diciendo: “Si están viendo esto, es porque he sido secuestrado por la dictadura de Nicolás Maduro. Pero tengo la certeza de que vamos a ganar esta pelea.”
Eso. Esa certeza es hoy más poderosa que cualquier resultado electoral. Porque las urnas están vacías, pero las cárceles están llenas. Porque el régimen simula una elección mientras enciende una operación represiva que ha dejado al menos 70 detenidos en todo el país.
Porque el miedo ya no paraliza como antes. Y el silencio —ese silencio peligroso que antecede al cambio— empieza a oírse cada vez más fuerte.
Hoy no se trata de quién gana una gobernación o quién obtiene una curul. Se trata de quién conserva la dignidad en un país donde pensar distinto se castiga con celda. Se trata de quién logra romper el cerco. Y este mes, lo hicieron cinco fugados con estrategia… y un preso político con palabra. La “operación Guacamaya” y el secuestro de Guanipa no son hechos aislados. Son las dos caras de una misma grieta: la de un poder que ya no encierra todo. Porque cuando el relato se quiebra, el miedo empieza a fugarse también. Y en Venezuela, eso ya comenzó.